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lunes, 21 de mayo de 2012

La sociedad de la diversión



Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor. 

Es difícil trazar una línea que conecte el pasado  con el presente. Tan difícil como seguir los infinitos meandros que a lo largo de la historia  van atenazando  la verdad con intereses que no responden  a las necesidades del hombre.

El hombre despertó a la vida con el Renacimiento. Fue entonces cuando comenzó a asumir su individualidad y  la intimidad que ésta conlleva. Hasta ese momento su conciencia se estructuraba a partir de patrones en los que reinaba el absoluto de la Iglesia, ya para entonces más preocupada por sus quehaceres de estado que por transmitir el mensaje de su fundador. El Estado Vaticano  controlaba  su existencia a partir de valores que, paradójicamente, el hombre no tenía necesidad de cuestionar: pensaba como la Iglesia, su moral era la de la Iglesia, su afecto y su inteligencia servían a la Iglesia y  su intimidad era la intimidad de  sus congéneres, todos ellos ligados a los mismos patrones; la Iglesia Católica era su mentora de conciencia; su mandante, su amo; la que lo ponía de visita en la vida restándole espacio para poder elegir.
El humanismo renacentista le hizo descubrir su potencialidad. Todo apuntaba a un cambio. Su naturaleza despertaba a la marcha; no ya la naturaleza del mero "ser" que lo ponía de visita en el mundo, sino la del "ser humano" que lo hacía dueño de su destino. Sus potencias se transformaban en actitudes y por primera vez en la historia  lo ponían en ejercicio de su libertad, la única y verdadera, aquella que no tiene más límites que los de la propia conciencia,  aquélla que  se expande en el encuentro con otras libertades.
Esta toma de conciencia, lejos de arroparlo en una descansada vida, lo expulsa del edén de su ignorancia. Le ha llegado el momento de afrontar cambios: los que él mismo se imponga o aquellos derivados del nuevo mundo en el que le toca vivir. Ahora es él mismo. Se le acaba el amparo en el que vivió durante siglos. Las nuevas tecnologías, el comercio, su vida en sociedad no se apoyan en la justicia divina; se remiten a la ley, a la implenitud e imperio de una ley que dictan los poderosos, una ley limitativa porque conlleva implícitamente la idea de que la libertad de cada uno termina donde comienza la de los demás.
Así descubre su derecho a participar y a padecer el dolor de una lucha ímproba. La inclemencia de los shylocks lo acorrala; la usura generalizada se va quedando con sus esfuerzos. Shakespeare lo inmortaliza; Dickens, Víctor Hugo, nuestro Baroja lo cuentan. Millones de seres humanos mueren de hambre; y los gobiernos que miran para otro lado; y los  bancos que se quedan con todo; y un estado que claudica en todos los frentes: la educación, la salud, la seguridad, la justicia... Ése es su mundo.
Todo indica que hemos dilapidado 5 siglos de lucha. Aquel  gran logro que fuera transformar nuestras potencialidades en actos de vida  no fructifica. El sistema impone una escasez que nos enfrenta a unos con otros. Vamos cediendo libertad en beneficio de seguridad; los políticos ceden desvergonzadamente ante el poder económico; los medios nos idiotizan; la educación sigue con los mismos planteamientos que en la Edad Media: "Escuchad lo que se os dice"; la sanidad va cayendo de a poco en manos que manejan inescrupulosamente nuestra salud; la justicia se ha  ideologizado, y la gente, pobrecitos de nosotros, hemos ido perdiendo la capacidad de distinguir lo esencial de lo accesorio y hemos adherido a lo efímero como si cada día de nuestras vidas fuera el último. Así vamos  perdiendo nuestro afán por una  vida en permanente crecimiento. 
Será por eso que andamos en "pelota viva" por la calle y le contamos a medio mundo con todo desparpajo con quién nos acostamos. Al fin y al cabo, ¿qué podemos esperar viviendo como vivimos inmersos en tanta mierda?


Abundar en
La cultura se ha convertido en una fábrica de entretenimiento, en "Fuera de lugar".

Por Amador Fernández Savater
 [...] la cultura contemporánea es un medio líquido en el que todo circula, se vende y se vuelve intercambiable. El dominio de la cultura se ha vuelto indistinto al del consumo. En ese sentido, la cultura es esa especie de cemento líquido que contribuye poderosamente a mantener unida la vida social en torno a una multitud de objetos o a un conjunto de conductas estereotipadas (contemplar una emisión de televisión, visitar un museo, seguir un acontecimiento deportivo, leer el último premio Planeta…).

Le Monde Diplomatique
"Siempre esos ojos que miraban, vigilantes, en el trabajo o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la habitación, en vigilia o en el sueño: no había privacidad posible\".
George Orwell, 1984 .
Ya nadie duda de que estamos todos vigilados, observados y fichados. En el paseo, en el mercado, en el autobús, en el banco, en el metro, en el estadio, en el aparcamiento, en las carreteras... alguien nos está mirando por el ojo de las nuevas cerraduras digitales. Múltiples mallas de vigilancia nos acosan por todo el planeta, la mirada penetrante de los satélites nos persigue desde el espacio, las pupilas silenciosas de las cámaras nos controlan por las calles, el sistema Echelon (1) inspecciona nuestras comunicaciones, y los chips RFID (2) revelan nuestro perfil de consumidor. Cada uso del ordenador, de Internet (Google, YouTube, MySpace...) o de la tarjeta de crédito deja huellas imborrables que delatan nuestra identidad, nuestra personalidad, nuestras inclinaciones. Se ha cumplido el viejo recelo de George Orwell que nos pareció, durante tanto tiempo, utópico o excesivamente paranoico (3).
  

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